Tres momentos que forjaron el corazón de Don Bosco y el nacimiento de la Congregación Salesiana

La vida de Don Bosco no se entiende solo desde sus obras, sino desde los momentos que forjaron su corazón y delinearon la misión salesiana. Tres episodios, cargados de fe, pruebas y decisiones, marcaron un camino que hoy sigue inspirando a miles en todo el mundo. Entre la tentación de la fama y la entrega al servicio, la búsqueda de un lugar para sus muchachos y el encuentro con un joven que sería su mano derecha, el fundador del Oratorio Salesiano nos dejó lecciones que siguen vigentes.

Más que páginas de historia, son escenas vivas que revelan cómo la Providencia se abre paso en medio de caídas, encuentros inesperados y amistades profundas. Son relatos que nos recuerdan que el carisma salesiano nació de un corazón dócil y valiente, capaz de transformar la adversidad en oportunidad, y de confiar en que, con las manos de muchos, el sueño de un hombre puede convertirse en el hogar de todos.

1. Entre la fama y la fe, Don Bosco eligió servir

En 1841, recién ordenado, Don Bosco servía como suplente del párroco en Castelnuovo. No podía confesar aún, pero celebraba misa, visitaba enfermos, anotaba registros parroquiales y, sobre todo, enseñaba el catecismo. «Mi delicia era enseñar catecismo a los chicos, hablar y entretenerme con ellos», escribió en sus Memorias del Oratorio.

En aquellos primeros meses del ministerio, Don Bosco experimentaba una mezcla de entusiasmo y afirmación personal. Era buscado para predicar en pueblos vecinos, y comenzaba a sentir el peso de su «súper yo»: el deseo de reconocimiento, la satisfacción de sentirse eficaz y admirado.

Sin embargo, la Providencia le reservaba una lección contundente. Un día fue invitado a predicar en Lavriano (una pequeña localidad en la región de Piamonte en Italia, al norte de Turín). Preparó su sermón con dedicación y seguridad: «…lo estudié bien, seguro del éxito». Durante el camino, se cayó del caballo y quedó inconsciente. Juan Brina, campesino que fue testigo de la aparatosa caída, lo rescató y lo llevó a su casa. Al recuperar la conciencia, ocurrió un hecho especial: Brina recordó que, años atrás, un joven seminarista, su hermano y dos amigos más, lo socorrieron cuando quedó atrapado con su borriquillo en un pantano. «Ese clérigo… es este sacerdote a quien le está retribuyendo ahora mil veces más», reveló Don Bosco conmovido.

Allí, Juan se confrontó con su vanidad y su amor propio. Al verse vulnerable, dependiente de otros, se abrió a lo esencial: no era el éxito aquello que lo realizaba, sino el servicio. «Después de esta experiencia… tomé la firme resolución que, al preparar mi predicación, no buscaría otra cosa que la mayor gloria de Dios y no alimentar la fama de doctor ni de literato».

2. La mudanza que lo cambiaría todo

Cinco años después, Don Bosco vivía en carne propia la inestabilidad de su oratorio. Tenía que abandonar el prado donde reunía a los muchachos. Estaba exhausto, enfermo, y sin saber a dónde ir. Esa tarde, mientras los chicos jugaban, se apartó y lloró. «Quizás por primera vez, me puse a llorar», confiesa. «¡Dios mío! ¿Por qué no me señalas de una vez por todas el lugar en que quieres que recoja estos chicos?».

En ese momento llegó Pancracio Soave y le dijo: «¿Es verdad que usted busca sitio para organizar un laboratorio?». Don Bosco corrigió: «No, no es para un laboratorio, sino para un oratorio». Lo llevó al terreno. El propietario era Francisco Pinardi. Y aunque el lugar no era lo ideal, Don Bosco lo miró con esperanza.

Pinardi no solo facilitó el espacio, sino que también mostró entusiasmo por colaborar: prometió traer sillas, una lámpara y ofrecer su ayuda en el canto. Fue uno de esos laicos providenciales que, con gestos sencillos, hicieron posible que el sueño de nuestro padre Don Bosco encontrara un hogar. Y el domingo, 12 de abril de 1846, fiesta de Pascua, los muchachos tomaron posesión de Valdocco y todo era felicidad por tener un lugar propio.

3. El alma que entendió a Don Bosco: Miguel Rúa, su mano derecha 

Entre los muchos jóvenes que Don Bosco acompañó, Miguel Rúa fue especial. Llegó al Oratorio en 1852, y Don Bosco lo elegiría como su confidente, su mano derecha, su sucesor. El vínculo que los unió se resume en la famosa frase que ha quedado grabada en la historia salesiana: «Nosotros dos haremos todo a medias».

Es así que, en 1863, Don Bosco lo envió a dirigir la primera casa salesiana fuera de Turín: Mirabello Monferrato (sede del primer colegio salesiano fuera de Turín). Fue su prueba de fuego. Allí, lejos de la presencia constante del fundador, Rúa tuvo que ser «otro Don Bosco»: educar con cercanía, corregir con dulzura, animar con alegría y mantener el espíritu del Oratorio vivo en un contexto diferente.

En cartas llenas de afecto y consejos, Don Bosco lo guiaba y le recordaba que la disciplina debía ir siempre de la mano con la bondad: «Todas las noches debes dormir al menos seis horas. Trata de hacerte amar antes que hacerte temer. Intenta pasar en medio de los jóvenes todo el tiempo del recreo. Si aparecen cuestiones de cosas materiales, gasta todo lo que haga falta, con tal de que se conserve la caridad».

Don Bosco lo formó, lo guio, y en cierto momento dejó que caminara solo: «Ahora tú debes llevar adelante esta misión». Cuando la salud de Don Bosco empezó a debilitarse en 1880, Rúa asumió progresivamente la dirección de la Congregación. Y en 1888, al morir el fundador, fue elegido como su primer sucesor. No se limitó a imitar gestos o palabras: encarnó el espíritu salesiano con fidelidad creativa, multiplicando obras, adaptando métodos y manteniendo vivo el fuego de la misión. Su figura nos mostró que el sueño de Don Bosco se multiplicó cuando alguien hereda con amor.

Y hoy, ¿cuáles son esos momentos, esas personas que hacen más grande el sueño del Don Bosco?

Don Bosco no caminó solo. Estuvo rodeado de campesinos como Juan Brina, benefactores como Pinardi, jóvenes como Miguel Rúa. Ellos lo ayudaron a construir lo que hoy tenemos. Porque Don Bosco no fundó una obra; fundó un camino. Y en ese camino, tú y yo también podemos ser parte de sus milagros.

Tal vez no predicamos en Lavriano, ni fundamos un Oratorio en Valdocco, ni dirigimos Mirabello. Pero, animamos oratorios, acompañamos en el patio, escuchamos con paciencia, organizamos una obra social, enseñamos con esperanza, colaboramos en la administración y cuidado de los recursos, contamos el bien que se hace, estamos entre los jóvenes… ¡y ahí está Don Bosco! Todas y todos, tenemos algo que aportar. Y si alguna vez lloramos o dudamos como él, o nos caemos del caballo como él, recordemos que no hay carisma sin humanidad, ni sueño sin camino.

Así al recordar sus memorias, Don Bosco nos sigue invitando a soñar con él.

Fernanda Vasco
Oficina Salesiana de Comunicación

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